Juegos de verano

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Al caer la tarde, un particular desfile vecinal acoge el ritual de los juegos de verano en torno al Mar Menor.

Vecinas y vecinos preparan, bien sobre aceras o paseos, bien entre coches estacionados, mesas y sillas que aparecen como por arte de magia procedente de garajes, comedores, descansillos de escaleras, terrazas y cualquier otro lugar variopinto. Son acarreadas según su diseño y capacidad de plegado bajo el brazo, colgando de una mano, sujetas con ambas o directamente a rastras.

Se materializan también tableros de parchís, barajas de cartas españolas y cajas con fichas de dominó. En la mano o en algún bolsillo, los expertos jugadores llevan monederos y carteras que han conocido pesetas antes que euros.

Son estos unos juegos con un marcado perfil de género hasta hace poco, con hombres y mujeres separados quizá más por hablar de temas comunes en espacios entrañables que por diferencia de intelecto, ya que se trata de juegos de estrategia y cierta suerte. El abanico hacía su presencia solo en uno de los grupos, como los puros brillaban en el otro.

A los dados del parchís rítmicos y apremiantes con movimientos de fichas que hacen cuentas rápidas, se unían los golpes en la mesa de las fichas de dominó. Las cartas, según se jugara a la brisca, el julepe, el cinquillo, el tute, las cuarenta, las siete y media y algunos juegos más dada su versatilidad, iban amenizadas con percusiones de diferente índole y exclamaciones varias.

La partida, la hora de la partida, es la sagrada llamada en algunas comunidades y culturas. Como un todo a la vez con perfecto aprendizaje de la tarea, cada cual ocupa su lugar a su hora con su aporte. Algunas tardes y noches, a la partida se le unía el bingo en el Centro Cívico o el Club Náutico, e incluso en la plaza del pueblo. Lo del bingo era ya una cosa para todas las edades con el momento de gloria y vergüenza si te tocaba el jamón. España es profunda en tradiciones y esa hora de la partida, que nunca era una ni podría serlo, está presente de norte a sur.

Mientras los adultos se batían, los niños jugábamos al escondite, al elástico, al pilla-pilla, a las canicas, las chapas, los cromos, la comba, al balón, a cosas tan sencillas con las que construíamos nuestra realidad social y que están siendo erróneamente sustituidas.

En las mañanas de playa los juegos eran distintos. Los pequeños hacíamos castillos de arena, llenábamos cubos de agua en ciclo incesante, y cogíamos piedras o conchas descubriendo texturas, fauna y flora. Los más grandes llevaban ladrillos o botellas para atrapar zorros, algunos salabres y otros, pan duro.

También había un universo de pelotas de playa, colchonetas, flotadores y los más avanzados, palas. El asunto de los castillos de arena y los hoyos era hegemónico. Fundamentalmente consistía en construir torres gracias al cubo que hacía de molde, una muralla, un foso a golpe de pala, una puerta, un camino con el rastrillo y, a ser posible, comunicar ese foso con el mar. Podían ser decorados con cochas o ventanas y siempre era deseable rematar con almenas. La cosa tenía su punto álgido cuando al terminar la jornada, podías pisar el castillo. Había un placer implícito en destruir la obra para volver a crear otra igual o mejor.

Estos sencillos juegos nos llenaban de empatía, afán de superación, respeto. Nos permitían medirnos y conocernos. ¿Qué necesidad teníamos de destruir esos juegos esenciales en el desarrollo de habilidades sociales sanas? Juegos motivados por la interacción entre personas en los que el dinero era anecdótico y en cambio, la información y la formación en la vida fluía.

Modelos educativos naturales que tenían almenas hechas por nosotros desde las que defendernos, y que nos permitían construir al día siguiente un mundo mejor.